¿Cuántos espectadores llenan el aforo del Palacio de Vistalegre? ¿Cuántos seguidores? ¿Cuántos músicos? ¿Cuántos amigos? ¿Cuánto orgullo cabe en un pecho henchido por la emoción? ¿Cuántos malabarismos del lenguaje hacen falta para describir un momento dificilmente descriptible? ¿Cuántos nervios son necesarios para infartar al cantante? ¿Cuántos acordes se esconden bajo la melena de Andrés Suarez?
Los cuántos y los cuantos. La cantidad siempre es inexacta, y así lo es cualquier intención de practicar la medida. La magnitud está compuesta por partículas elementales, indivisibles, y el universo, ejemplo de totalidad, también. Partículas indivisibles (como son la honestidad, el talento y la perseverancia) componen también el universo, maravilloso cielo de destellos con forma de canción, de Andrés Suarez. El pasado 10 de enero del 2015, el cantautor gallego colgaba el cartel de «No hay entradas» en su concierto en el Palacio Vistalegre. Miles de personas, venidas de diferentes lugares del estado español, se concentraban en el extraño coso taurino dispuestas a disfrutar todas y cada una de las canciones que el de Pantín fuera a cantar. Pasados unos minutos de la hora de comienzo aparecían en el escenario un trío de gaiteros que hicieron de preámbulo para la salida de los músicos y del propio Andrés Suarez. La plaza de Vistalegre, ventana al paisaje de la ilusión, estallaba en un aplauso que era recogido (cada palmada, cada mano, cada rostro) por la sonrisa de un Andrés Suarez que se debatía entre el estado de la excitación, el estado previo al ataque de nervios y el estado maravilloso de la felicidad. Seguramente la gran mayoría de personas en aquel concierto habían visto a Andrés, una o cien veces, tocar en un bar ante una veintena de personas, y es por ello que la ilusión, la plena alegría al trabajo bien hecho, que recorría las entrañas del gallego también nos enfervorecía los cuerpos a todos los asistentes. Un Andrés Suarez hablador entre canción y canción agradecía continuamente a la gente el calor y el apoyo, recordaba momentos pasados tocando en pequeños garitos mientras se mostraba alucionado por poder estar en ese escenario en ese momento. Todas y cada una de las canciones de aquella noche comenzaron a sonar en el escenario para ser cantadas en la grada y en la pista. Invitados no faltaron para acompañar al gallego: Javier Ruibal le acompañó en Aún te recuerdo, Ivan Ferreiro en 6 caricias, Vanesa Martín en Esta vez, si puedes y Victor Manuel en Rosa y Manuel. Números cardinales, Cuando suba la marea, Moraima… varios discos ya a las espaldas de un cantautor jóven, pero aún así en mitad del concierto llegó una noticia bomba: en pocos días comenzaría la grabación de un nuevo álbum. La locura se desata en el pabellón. Una canción inédita suena y el público calla y escucha con atención. No es suficiente con más de dos horas de concierto, con invitados de lujo sobre el escenario, no es suficiente con avisar que habrá disco nuevo también hay que cantar una canción inédita.
Andrés acaba el concierto, exhausto de felicidad, insistiendo que ha sido una noche que nunca olvidará. Ojalá él sepa cuánto disfrutó su público en aquel concierto. Ojalá Andrés sepá cuánto aplauso, cuánto rostro feliz, cuántos sentimientos tintineantes como estrellas en la noche iluminaron Vistalegre. Y en Pantín fugó una estrella en tu lugar. Nada había cambiado, o quizá todo había cambiado. La medida es inexacta, y las pequeñas cosas conforman los grandes sistemas. Era el mismo cantautor que, hasta hace muy poco, cantaba en los bares pero ahora cantando a miles de espectadores. Era un final y era un comienzo: una continuidad.
[…] escuchar en conciertos del cantautor gallego, como por ejemplo el pasado 10 de enero en Vistalegre cuando él mismo anunció que estaba a punto de empezar a grabar su nuevo disco. Ahora podemos escucharla, y disfrutarla, grabada bajo la maravillosa producción de Alfonso Peréz […]