Me voy a aventurar a definir el Nirvana, el estado espiritual que no el grupo musical, como un estado máximo de paz interior. Quizá también, complementando a lo anterior, como una sensación de liberación espiritual, en el que confluyen cuerpo y mente en una armonía perfecta. Y me voy a aventurar a decir que lo que ocurrió en la Sala Juglar el pasado 4 de noviembre en el concierto de Alberto Ballesteros podría equipararse con alcanzar el Nirvana. También me voy a aventurar a pedir, casi casi exigir, a la RAE que acuñe un término que pueda describir lo que ocurre cuando una banda suena increíble la misma noche que el público, en perfecta comunión, decide saltar y ponerle energía en las cancinoes que así lo exigen y guardar un silencio mágico en los temas que reclaman atención y calma en su disfrute. Y ese término podría ser «bolazo increíble» (bueno, son dos palabras) o «Alberto Ballesteros en el Juglar» (bueno, son varias palabras y a la vez no hay palabras en su significancia).
La fiesta en paz es un disco increíble y sus puestas en escena hasta la fecha, como aquella en marzo también en El Juglar o la posterior en mayo en Galileo, habían estado a la altura del álbum. El pasado 4 de noviembre en El Juglar volvió a ocurrir lo mismo pero con un pequeño (gran) matiz: fue, como he dicho, absolutamente mágica la compenetración artista – público. Hubo algo flotando sobre las cabezas de los asistentes, y también bajo la piel que hay entre estómago y barbilla, que evitaba que suelo y techo fueran partes del mismo plano. Ese algo salía de la banda (la exactitud de Campi, ¡gran fichaje!, a la batería, las guitarras absolutamente brutales de Javi Martín, la energía fanática de Ángel Calvo al bajo, el protagonismo exacto de Manu Clavijo al violín y los bandazos de la Telecaster de Alberto Ballesteros) y crecía en las canciones (muchas de La fiesta en paz, algunas de La canción del jinete eléctrico y los HITs de El mundo encima). Y ese algo tuvo, desde mi punto de vista, su máxima (invisible) exposición en el silencio del público para escuchar las las canciones que Alberto cantó sólo sobre el escenario, en la complicidad divertida de escucharle versionar a Rosendo por sorpresa y en el desatado huracán de Una película a medias junto a Patricia Lázaro. Ese algo podría tener que ver con el Nirvana… no el grupo al que Alberto nunca dejó de escuchar en su Unplugged sino el Estado (así con mayúscula como un lugar que existió el 4 de noviembre en El Juglar y del que yo me declaro habitante de por vida).